Chilecito, enigma de luz.

Escurriéndose sobre las sierras orientales, el rayo cobrizo del amanecer se disparó con puntería y fue a teñir de anaranjado las blancas cumbres del gigante del oeste. La Salamanca culminó sus ritos en los albores del nuevo día, que llegaba de la mano de Hayrapuca, portador del embrión de historia futura. De poco servirían 2000 años de posesión de las tierras, de nada, lo aprendido en ese tiempo.
Corriendo el día, se escuchó la cadencia apurada y novedosa del caballo, bestias portadoras de sorprendentes seres que no debían ser temibles. - “Tal vez, no hablar la misma lengua no les permita entender que las tierras son nuestras, pero ya comprenderán y las devolverán” –.
Nada de esto sucedería. Las Yacurmanas del Famatina convirtieron sus aguas en lágrimas, Huayrapuca se convirtió en zonda de sollozos y Zapam Zucum debió huir de los algarrobales, entumecida al ver el dolor de los suyos.
De allá, de Calchaquí, avisaban que llegaban tiempos duros. Del otro lado de la sierra del naciente, surgía la rebelión del Tinkunaco y todo el noroeste estallaba en coraje, embravecidos por la humillación inferida a Chelimín. Ya no comprendería el español que las posesiones no eran de ellos. Ya no era el error el causante del mal, sino la avaricia, miserable fortuna que traía consigo el yugo de la esclavitud.
Matar, morir o desaparecer… Desaparecer físicamente pero dejar la impronta intacta para que, una vez desenterrada la hidalguía, surja un nuevo orgullo de patria con valores.
La repartija del trofeo de guerra fue directamente proporcional a la cantidad de “salvajes” exterminados. Botín consistente en tierras y “piezas” vivas que vivirían con sus encomenderos.
Superados los inconvenientes, el noroeste pacificado, llegaba el momento de recoger: los marcos de agua, las tierras feraces, las encomiendas, eran codiciadas retribuciones que se pedían por la contribución a la corona.
En este contexto le tocó nacer a una hacienda que sobresaldría de las otras posesiones circunvecinas. Una parcela de una legua a cada viento, cercana a la puerta de Chile, donde ya los inkas habían revelado el magnetismo de sus tierras. El beneficiario fue Domingo de Castro y Bazán, quien finalmente, un día como hoy, en 1715, logró después de algunas dificultades, cumplir con las formalidades exigidas para la fundación que haría trascender su nombre hasta el presente.
No fue su nombre, no fue su fundador, no fue la devoción lo que dio trascendencia en el tiempo y preponderancia en la historia a esta Bella Villa. Tampoco la ilusión surgida de los onerosos metales que ostenta el gigante del oeste, ni la tierra pródiga y regada por el agua brillante de sus dominios.
Fueron sí, los misteriosos designios que se esconden en los ignotos legados de milenarias culturas, el curioso magnetismo que impulsa Hayrapuca en el ambiente, las marcas de agua arrastradas por el llanto de aquellas Yacurmanas y el devenir del Yastay que vigila las quebradas desafiantes. Fueron las incomprensibles fijaciones de una Chaya que revienta en carnavales y la etérea pasión de un pueblo que trae en su genética la devoción por la poesía, el canto, la pintura, la tradición.
Son finalmente, los designios de estos dioses y otro Dios que apiadado por las blasfemias construidas en su nombre, se reconcilia a través de la Virgen del Campanario y protege a estos pueblos de nuevas vejaciones.
Comprender lo incomprensible, creer en lo increíble, permanecer en lo intangible, es lo que hizo que hoy, a pesar de todo, Chilecito siga erguido 294 años después de su fundación formal.
Que el rayo cobrizo del amanecer siga disparándose límpido sobre los blancos glaciares del Famatina e iluminando a nuestro pueblo. ¡Salud Chilecito!

Chilecito, 19 de febrero de 1715 - 2009