Nuevos partidos o viejas mañas

Hace muchos años que vengo bregando por la constitución de partidos políticos. Mi consideración se basa en que los mismos representan el asiento natural donde se discuten las acciones y lineamientos político partidarios, que serán plasmados en campañas proselitistas y en políticas públicas, si del partido resultan funcionarios electos.
En consecuencia a este lineamiento es que se simpatiza con un partido en particular. Cuando las convergencias son importantes, las personas pasamos a participar activamente del partido que se trate. Siempre conociendo la  dinámica que no es diferente en ningún grupo humano: la aceptación entre muchos pensamientos, a veces,  muy diferentes. La democracia es eso, aceptar lo que deciden las mayorías.
Hasta acá, todo bien. Sencillamente la función partidaria parte de ciudadanos que nos identificamos con ellos, otorgando a los respectivos representantes del partido la potestad de ir generando y desarrollando los planeamientos estratégicos mencionados. Esto los constituye en servidores de la comunidad ajustados a las directrices ideológicas convenidas previamente en el espacio que representan del partido al que se sucriben.
Generalmente los partidos nuevos, se nutren de gente con cierta experiencia política y por supuesto, con pasado de pertenencia a otro partido de los más relevantes o polarizantes. Esto no es nada nuevo. Como tampoco debe ser sorpresa que la aceptación de una nueva fuerza por parte del electorado, es porque supone que ésta no arrastra las falencias de los viejos partidos. Sienten esperanza que las nuevas fuerzas no tengan vicios redhibitorios.
En una provincia altamente politizada como la nuestra, hay que tener siempre fresca la memoria y hacer las comparaciones pertinentes. La certeza que hay un patrón eleccionario que siempre jugó a favor del oficialismo, no es novedad. Pero para completar la historia hay que decir que la oposición encontró en su segundo lugar, un espacio de comodidad, su zona de confort. Al punto de competir solo para asegurarse ese segundo lugar. Para ello, el esfuerzo opositor estuvo más centrado en expulsar, ocultar y desarticular cualquier indicio de de nueva fuerza que se prenda en la disputa, que ofrecer una opción clara de gobierno.  
En nuestra provincia se ha generado un espacio de poder no convencional, concreto en sus logros a partir de un fuerte apoyo popular y exitoso a partir que ha logrado trascenderse a si mismo como dogma de democracia directa. Decir “El Famatina no se toca” sintetiza toda otra aclaración.
Esta construcción horizontal, llamada de muchos modos y resistida por gobiernos, ha impedido las consecuencias nefastas de la explotación megaminera, mediante fuerte argumentación y resistencia. A pesar de los distintos embates, se ha mantenido firme porque en esta lucha lo primero que se ha instalado fue la mística de la identificación colectiva.  El punto débil de esta manifestación fue su dificultad para convertirse en una premisa de construcción político-partidaria. En contraposición, representó un semillero de liderazgos, algunos más genuinos, otros intuitivos y también de los tradicionales. Los más revolucionarios aún hoy no logran la maduración necesaria para nutrir a la democracia orgánica de herramientas para la supervivencia del ideal ambientalista. Pasar de la resistencia a la política formal con la estructura indispensable para plasmar los postulados, garantías de gobierno.
Lo antes mencionado, no significa que no hayan existido intentos palpables y concretos de politizar. Las últimas elecciones fue el final proselitista de la imagen del entonces gobernador prominero, Beder Herrera. El problema es que con exitos y fracasos ajustadísimos por parte de la oposición, no se capitalizó coomo triunfos que eran, visto desde la asimetría de recursos con que enfrentaron la contienda electoral.

Identidad demagógica versus identidad de servicio

Resulta dificil interpretar el sometimiento de los ciudadanos a los políticos, como si éstos manejaran una suerte de hipnosis, donde articulan todos los resortes para justificar actitudes deleznables.

Estábamos cansados de un mono-mensaje que generaba divisiones. Hoy la excusa es escuchar al otro sólo para influirlo de una manera más sofisticada. Sean personas pensantes o no y de la clase social que fueren, la mala política se ha profesionalizado en esos menesteres.
Bajo la promesa de una membresía, alimentar el ego y hacernos sentir importantes, todo se diluye cuando emerge la pelea por los espacios de poder, que ardides mediante y por supuesto, monopolizados por quienes ostentan la mayor capacidad de manipulación, para la satisfacción de sus propios intereses.
Los demás, crédulos defensores del color hipnótico de la pertenencia, “acompañamos, olvidamos, hasta justificamos”.
Así, se reducen al mínimo las chances de cambiar. Se vive en permanente proselitismo y hasta el más voluntarioso sucumbe en la burocracia partidaria de mitines, reuniones, zancadillas y peleas. De manera concomitante, las pocas acciones que se realizan van motivadas por generar la noticia, por mostrar la foto, por incursionar en la red social, por mostrar, mostrarse cándido, candidateable.
Mientras, en el fondo, gracias a esa habilidad que menciono anterioromente, la maquinaria que debiera ser el soporte natural de la democracia, fusiona a los de siempre, catapulta a algunos advenedizos hacia lugares de comodidad y mantiene el mito ideológico. Sin mística, sin compromiso, sin la coherencia del dicho sobre el hecho. Quedando siempre un manto de duda sobre decisiones de mesas chicas, nunca transparentando el velo de duda sobre vínculos de medianoche entre lo que dice ser nuevo y lo más procaz de la política.
Lo vemos a diario, donde la función de los gobernantes enfrentados parece ser una pantomima de confrontación, porque a la hora de las decisiones, aparecen juntos. O el análisis de muchas elecciones muestra un patrón de resultados que es común y conveniente para “ellos”. Casualidades, desconfianzas, paranoia, experiencia, repeticiones, agua bajo el puente.
La mala política se nutre de eufemismos. Tanto la década ganada cuanto escucharse o cambiar, son meros slogans efectistas para consolidar la sugestión del electorado. La preocupación por detectar las carencias de los electores, tiene como misión transformar la información en roles, crear símbolos y propiciar una carga emotiva que subyugue a los acólitos, no para concretar soluciones.
En la estimulación constante, se destacan las aptitudes individuales como elemento condicionante para la existencia del grupo en cuestión.  Así se crea sentido de pertenencia a una falsa identidad social, al menos, una identidad creada para tal fin.   
En esta dinámica, se pueden quedar, cambiar o contradecir los postulados de campaña: el objetivo es lograr permanecer.  Siempre encontrarán la connotación adecuada para justificar esas actitudes. Y el círculo se cierra, porque los pávidos votantes, vuelven a creer.
Cuanto mayor es la disociación entre el mensaje del político y la realidad ejecutiva, mayor es el poder que éste adquiere si logra penetrar en el inconsciente de la ciudadanía. Así se fanatizan las posturas hasta llegar a la famosa grieta de la que hoy hablamos, que sigue latente pero con un método más sofisticado: el de la esperanza que da pertenencia a los que antes estuvieron proscriptos. Como la inclusión de otrora.
El cambio real debería acontecer desde una construcción de nuevos procedimientos políticos, rescatando los verdaderos valores de transparencia, indispensables para mantener la confianza. Crear así una identificación de los simpatizantes a esos valores y no a la sublimación de los mismos. También es menester respetar y adecuar las acciones  a la identidad colectiva de las distintas comunidades. De este modo ir determinando prioridades reales para la solución de problemas. Pero para ello, hay que despojarse de las connotaciones demagógicas y el estado de proselitismo latente que impide realizar acciones genuinas.
El cambio debe llegar por escuchar genuinamente las “bases” para detectar, diagnosticar y analizar problema-solución. El servicio político debe ser medido por su eficacia, por su grado de realización, por la llegada concreta a la base de la pirámide, los electores.
El político debe ser el servidor, asumiéndose como tal y respondiendo a las necesidades de sus electores y no de los contubernios electoralistas. La eficiencia se debe ver en el servicio y no en las prerrogativas que logra el elegido. La vocación no debe estar dentro del terreno de la utopía, sino ser objeto de mejora, perfeccionamiento y profesionalismo; mirando los casos exitosos de países que han logrado ese cambio de paradigma cultural. Un cambio en la identidad social del político, derivará en el cambio del sistema corrupto que hoy prevalece.
A partir de ello, la ciencia política cumple su naturaleza de solucionar problemas y mejorar el estándar de vida de los ciudadanos.