Identidad demagógica versus identidad de servicio

Resulta dificil interpretar el sometimiento de los ciudadanos a los políticos, como si éstos manejaran una suerte de hipnosis, donde articulan todos los resortes para justificar actitudes deleznables.

Estábamos cansados de un mono-mensaje que generaba divisiones. Hoy la excusa es escuchar al otro sólo para influirlo de una manera más sofisticada. Sean personas pensantes o no y de la clase social que fueren, la mala política se ha profesionalizado en esos menesteres.
Bajo la promesa de una membresía, alimentar el ego y hacernos sentir importantes, todo se diluye cuando emerge la pelea por los espacios de poder, que ardides mediante y por supuesto, monopolizados por quienes ostentan la mayor capacidad de manipulación, para la satisfacción de sus propios intereses.
Los demás, crédulos defensores del color hipnótico de la pertenencia, “acompañamos, olvidamos, hasta justificamos”.
Así, se reducen al mínimo las chances de cambiar. Se vive en permanente proselitismo y hasta el más voluntarioso sucumbe en la burocracia partidaria de mitines, reuniones, zancadillas y peleas. De manera concomitante, las pocas acciones que se realizan van motivadas por generar la noticia, por mostrar la foto, por incursionar en la red social, por mostrar, mostrarse cándido, candidateable.
Mientras, en el fondo, gracias a esa habilidad que menciono anterioromente, la maquinaria que debiera ser el soporte natural de la democracia, fusiona a los de siempre, catapulta a algunos advenedizos hacia lugares de comodidad y mantiene el mito ideológico. Sin mística, sin compromiso, sin la coherencia del dicho sobre el hecho. Quedando siempre un manto de duda sobre decisiones de mesas chicas, nunca transparentando el velo de duda sobre vínculos de medianoche entre lo que dice ser nuevo y lo más procaz de la política.
Lo vemos a diario, donde la función de los gobernantes enfrentados parece ser una pantomima de confrontación, porque a la hora de las decisiones, aparecen juntos. O el análisis de muchas elecciones muestra un patrón de resultados que es común y conveniente para “ellos”. Casualidades, desconfianzas, paranoia, experiencia, repeticiones, agua bajo el puente.
La mala política se nutre de eufemismos. Tanto la década ganada cuanto escucharse o cambiar, son meros slogans efectistas para consolidar la sugestión del electorado. La preocupación por detectar las carencias de los electores, tiene como misión transformar la información en roles, crear símbolos y propiciar una carga emotiva que subyugue a los acólitos, no para concretar soluciones.
En la estimulación constante, se destacan las aptitudes individuales como elemento condicionante para la existencia del grupo en cuestión.  Así se crea sentido de pertenencia a una falsa identidad social, al menos, una identidad creada para tal fin.   
En esta dinámica, se pueden quedar, cambiar o contradecir los postulados de campaña: el objetivo es lograr permanecer.  Siempre encontrarán la connotación adecuada para justificar esas actitudes. Y el círculo se cierra, porque los pávidos votantes, vuelven a creer.
Cuanto mayor es la disociación entre el mensaje del político y la realidad ejecutiva, mayor es el poder que éste adquiere si logra penetrar en el inconsciente de la ciudadanía. Así se fanatizan las posturas hasta llegar a la famosa grieta de la que hoy hablamos, que sigue latente pero con un método más sofisticado: el de la esperanza que da pertenencia a los que antes estuvieron proscriptos. Como la inclusión de otrora.
El cambio real debería acontecer desde una construcción de nuevos procedimientos políticos, rescatando los verdaderos valores de transparencia, indispensables para mantener la confianza. Crear así una identificación de los simpatizantes a esos valores y no a la sublimación de los mismos. También es menester respetar y adecuar las acciones  a la identidad colectiva de las distintas comunidades. De este modo ir determinando prioridades reales para la solución de problemas. Pero para ello, hay que despojarse de las connotaciones demagógicas y el estado de proselitismo latente que impide realizar acciones genuinas.
El cambio debe llegar por escuchar genuinamente las “bases” para detectar, diagnosticar y analizar problema-solución. El servicio político debe ser medido por su eficacia, por su grado de realización, por la llegada concreta a la base de la pirámide, los electores.
El político debe ser el servidor, asumiéndose como tal y respondiendo a las necesidades de sus electores y no de los contubernios electoralistas. La eficiencia se debe ver en el servicio y no en las prerrogativas que logra el elegido. La vocación no debe estar dentro del terreno de la utopía, sino ser objeto de mejora, perfeccionamiento y profesionalismo; mirando los casos exitosos de países que han logrado ese cambio de paradigma cultural. Un cambio en la identidad social del político, derivará en el cambio del sistema corrupto que hoy prevalece.
A partir de ello, la ciencia política cumple su naturaleza de solucionar problemas y mejorar el estándar de vida de los ciudadanos.